4.30.2020

11 Poemas A Principios del 2001: Muestra de poemas del libro Acantilados del Sueño de Antonieta Villamil



Estos son los 11 poemas que ganaron el Premio Internacional de Poesía Gastón Baquero 2001, bajo la dirección editorial de Pío Serrano, cuadernillo de 40 páginas publicado en 2002. Copyright © Gloria Antonieta Villamil, 2000. All rights reserved. 

Aqui están publicados los 11 poemas de "Acantilados del Sueño" que ganaron en Madrid, España, por pura justicia poética y después de 2 décadas, más un estudio sobre el mismo libro de Linda Maria Rodriguez Guglielmoni, el testimonio publicado en Speaking desde la heridas de la editora Claire Joysmith que con Clara Lomas publicaron el primer volumen, One "Wound For Another" con el prólogo de Elena Poniatowska. 

El nuevo libro publicado por Vagabond en Venice California, contiene 47 poemas, 104 páginas y NO ES una reedición del libro publicado por Verbum en 2001. 

El nuevo libro de ACANTILADOS DEL SUEÑO es la versión final y completa de este libro. --Nota de la autora.


ACANTILADOS DEL SUEÑO

Cuando la oscura estepa se derrama
con su luna y su flagrante indicio
de luciérnagas lejanas sueña,

contorsionados pájaros bajo sus párpados
le blanquean el ojo y tiemblan
las membranas del sueño
bajo fugaces pestañas.

Sacan de su quicio de huesos
a un alma que exhausta se fuga
entre los astros del cuerpo.

Toda la masa del día regenera su paso,
amanece y se abre el ojo con esa luz
que ha trasegado los acantilados del sueño.

Pasa la fugaz película
de parajes enroblecidos
con un buril que destella
rostros, voces,

en los siniestros resplandores de lo soñado,
cuando os cura la estepa negra
que se derrama con su lunática mantarraya

y su escamoso indicio de peces ahogados
en los extraños manantiales de aire
en que se mece el sueño,
cuando la negra estepa se derrama.


ODA AL PASTO

a Walt Whitman

Esta es la saga del pasto.

Aire verde de horizontes internos.
Claro de luz en oscuros troncos.

Hongo de esporas que caducan
erguidas entre la espesa cabellera
de una indómita tierra.

Cubre este cráneo nutriente.
Esponja que absorbe la savia y se peina.

Al viento cierne.
Al agua invade.

Hojas de pasto que plantadas
crecen velocidad de campos.

Extensiones que te acercan a las raíces.
Que te ancestran.

Los dedos te rozan, desarraigado pasto,
alimento de sí mismo.

Lecho de un Orfeo
sonámbulo.


VOLÁTIL Y EFÍMERA

De la encantadora y rugosa
resonancia de sus manos,
se desata esta música,
mujer vorágine en alargado sueño.

El alargado talle de su música
se acaricia en tendones
de metal cristalizado.

Cómo revienta en resuellos
de viento agudo, esa flauta
de tiempo que lame
con voluptuosidad sus labios.

Cueva de huracanes
en su lengua, temblor de cuerdas
bajo sus huellas digitales.

Sentir así su música, es vivirla
en las ajenas vidas de un gato
volando tendón tensionado
en las alas de un águila.

Sentir así su música
es probar los zapatos de quien
se levanta temprano.

Es recobrar el sudor
de quien maniobra un clarinete
hecho de ínfimas notas
hasta perder la razón.

Es medirse el delantal
estrellado del atardecer
o cargar con la misma desazón
la maleta llena de papeles inocuos.

De la desencantadora
y rugosa resonancia
de tus manos,
vida,
se desata esta música
y bajo el hechizo
de tus notas disonantes,
soy volátil hombre de papel,
me bebo la lluvia y me reciclo.

Soy el envoltorio sin brillo
para cualquier soledad.

Pierdo toda noción y me entrego
a la masa de tus días
rutinarios y humanos.


FLOR DE ASFALTO

Desde la dura trajinada estepa
de la memoria, por no idealizarla

con los flagrantes visos del desierto,
viene encumbrando membranosa,
con su ojeroso insomnio de lagarto.

Perdida y absorta
en las evaporaciones

que toman su nombre desde
las ingrávidas llanuras hasta
los torrentes de palabras
en sus más altas y alegóricas alturas.

Que si redunda esta memoria,
se compagina con los silencios
pétreos y sus miradas de soslayo.

Dura más que piedra.
Momificadora de huellas.

Desde dónde memoria,
desde dónde remontas?

El ileso peso de mano famélica
te deletrea, te despalabra.

La robustez de la mediocridad
deja su celulitis en tu memoria.


Aterrada te asomas
con la frágil manera de morir,
m
e
m
o
r
i
a
lúcida flor de asfalto.



IMAGEN DE NUEVA YORK
Escrito en las Torres Gemelas, octubre 24 de 1998 al finalizar
el IV Encuentro de Escritores Colombianos de Nueva York.

Agujas de agua zurcen
en el aire un manto vertical.

El horizonte extiende abrigo
de puñales húmedos que electrizados
se desmayan y en su paracaidismo
lavan todo grito.

Un silbato augura chillido de frenos
y ahogadas sirenas reflejan
rojo jazz de extenuado espejismo
contra el mojado precipicio del Hudson.

Ingrávidos árboles gotean
clorofila de asbestos rutinarios.

Agujas de agua inoculan
humedad de ladrillo en el aire
bordando en las hojas
un contenido alarido de euforia.  

En punto de cruz se asoman
desde este cielo aplanado de techos,
las calles en cada esquina
y en el horizonte gris,

el rumbo del solitario aletear
de un Orfeo alucinado,
entreteje el sueño que ha perdido su nido,
en las erosiones de esta estepa de vidrio.

En ecos de pared contra ventana,
       las voces en desconcierto
                               se lanzan en desbandada
                   por los rayos de hierro
en forma de letra zeta
de las escalinatas incendiarias.

La sirena intermitente en su canto,
se atropella enrojecida
contra muros y edificios.

Calibra el turno de la muerte
sobre el Hudson.  En gusaneo,
el interminable enladrillado estruendo
de la lombriz antropófaga del tren
en el subsuelo, socava el sueño.

No en tus oídos, en tu sangre
se tañe el mismo bullicio que se
arrebata en turbulenta sordera.

Se dibuja un silencio en espera.
Un silencio delinea tu tímpano
en lento goteo.


Un silencio que encuentra nudo de garganta,
en esta grandiosa mole de concreto
en la que el mutismo es un ensordecedor
concierto de toda voz, de toda soledad,
de todo rostro absorto,
atrapado en el reflejo de las luces
que se desmanchan en el Hudson.

Este silencio es un abismo de oreja
que se tapona contra el índice de un dedo.

Este silencio arrebata. Cercena
este silencio.  Incendiario en la potencia
de tu alarido, se apacienta con tu lengua
y lame lo mismo la garganta que el grito.

Este silencio que refleja en el río,
una ciudad en precipicio de luces.

Este silencio en la añoranza
de una vaca mecánica, rumia
el pasto de los días, en la culebra
que baila azul de orilla,
en las melenas del Hudson.


DESPUÉS DEL CINE

Estimulas tu herida de horas
hasta su histeria de soda
o juegas a su ronda de espera
embalsamada en palomas de maíz.

Te ríes de sus estúpidos chistes
a la hora exacta y por la orilla
de tu desgano su tiburón abre fauces,
por las que escurre tu víscera sonrisa,
una viscerable ausencia.

Podrías huir de su abismo
pero te absorben sus imágenes bien
manipuladas, cálidamente congeladas,
representando la no presencia.

Pasan sus dos horas y en estampida
te arrojas afuera a desiertas millas por hora.

Las luces en tus ojos aún encienden
la ciudad nocturna y en leves melodías
de jazz, su resplandor te masajea la mirada.

El duende fugado de la música
es la única certeza
presenciando amanecer.


UN ADOLESCENTE QUE
NUNCA HA VISTO UN RÍO
Y LA RAZÓN DEL POEMA

Porque la poesía está
en la suave hoja que recorre el río.

Y en el río de asfalto
de las carreteras?
En el río de aceite
que se torna en sangre?

Está en la imagen del bosque
que se traduce en palabra.

¿Y en los cartelones,
los anuncios de guerra,
las montañas de papel
o en la basura?

Está en la palabra que se hace río.
La palabra que se hace lluvia.
La palabra árbol.

Y en la fábrica, la última calle,
los bares y los antros,
en las fosas impunes?

Está en el río insondable
de la vida que se hace hoja.

Dónde… cuál árbol?
Qué es… y dónde está el río?


NAUFRAGIO
DE ROSTRO

A través de esta puerta
                               escucho tu nombre.

Tensa membrana, esta puerta
amenaza con su cerradura,
imitando a dura máscara de roble.

Máscara de roble fragmentada
por hierroso postigo, cruje
al abrir sus pequeños ojos.

Ojos que renombran la inmensidad
al otro lado de la puerta
en la que te busco en mí,
en ti busco, de mí busco en ti,

hasta la soledad en puño que toca
a esta puerta que aterrada
y en un esmero enfermizo
podría hallarse de sí
para llenar tu nombre.

Pero no. Un ojo,
la puerta en su celosía
de iris en diáspora, se acomoda
con su aldabazo de cara perpleja.

Se deleita en desconcierto
de tronante nudillo que reconoce
en el coagulado riachuelo

que fluye bajo piel, la verdiazul
urdimbre artrítica, cuando queda
suspendida en lo que puede ser,

el toque, la llamada, el sonido seco
en trago áspero, a esa otra puerta
que sin pestañear siempre se abre.

Y aquí comienza el ojo del huracán
en la pulsante posibilidad de quien llega,
o la alta marea de quien nunca llega.

Cómo es tu rostro?  
Cuál es tu nombre?

A través de la puerta ventanillas
se abren, como orejas de lóbulos rojos,
con sus candongas vistosas.

Orejas paradas en el arrebato
de un curioso.  

En el asombro de cuclillas,
orejas paradas a lo bailarina,
en pequeños y delicados dedos
sostienen todo el peso de la pregunta.

De pronto, crujen tan siniestro
los dedos bajo tanto peso y a través
de la puerta el sudor en la frente

del que espera.  El sudor a chorros
contra la entrada imprevista.

El sudor de salitre suspendido
en la aldaba, con el sonido
de océano colándose,

en el seco trasfondo de una puerta
que se abre, ante el sólido soslayo
en el encierre de ventanas y viento.

A este momento llegamos,
náufragos de ardientes embarcaciones
y en ojos heridas abiertas a la sal,
nos encontramos.

En la inundación de tu mirada
navega la cortina del cuarto
su danzante velero.  El oleaje

de tus pestañas lanza y azota ojeadas
contra el arrecife de la mesa
o la rocosa esquina del cuarto.

Tus pestañas se pierden
en un ahogarse
hasta lo más primitivo del suelo

y descuelgan tus párpados
sus hambrientas gaviotas
desde la lámpara que pende
en el centro del cuarto.

Tras tu mirada que se explaya
a sus anchas, la playa aparece
cuando bajas los ojos.

Me encuentran tus ojos.

Sin más resistencia nos hallamos
mutuamente; ola que arriba llana
sobre suave arena, tus ojos
posándose en mis ojos.

Sin hablar me presentan tu rostro.
Sin preguntar adivinan tu nombre.

Toda la mar atónita
es negro iris que tiembla
bajo la puerta de tus párpados.

Por un instante
se cierran tus párpados
que hacia ti me arrastran
y tras esta puerta aguardo
suspendida y ansiada.


CONJURO
PARA LA LÚCIDA
OCIOSIDAD

En el ejercicio de volar encadenada,
el ejercicio de volar con los brazos
huesudos y raspados, acaso por el viento
que añora la súbita quietud.

El ejercicio de permanecer atónita
y desmoronada para que el halcón
venga a sembrar en mí su pico
que recorre las alturas.

Halcón toma un
mendrugo de mi ojo.

Llévatelo a donde la suma
de frescas células,
se haga filamento de ala.

Sólo esa sensación en el ejercicio
de volar encadenada.

A vuelo de pelo.
Atenuada con esta música
que hipnotiza las culebras, mi cuerpo
deletrea un precipicio de ausencias.

Se desvanece la tarde
en disonantes notas
y las lanzas de minutos

se precipitan, alas de secas plumas
en pies de andrajosos pasos
que saltan anonadados
entre los minados campos.

En la lúcida ociosidad divago
y mi cuerpo es la culebra
que se hipnotiza en los brazos
de esta música de palmas
contra cuerdas desgarradas.

Que la música de estas ondas serenas,
venga a mi vaso y me empape,
venga a mi vena y la hinche,
que mi pié rompa la piedra.

Mi paso dé al camino
su encrucijada y su meta.

Desde la misma entraña de la savia
que me revierte la mirada
hacia adentro, me nazca.

Que mi mano atesore la luna
con sus candilejas y sus
tormentosas bocas en cráter.

A tono de luna baile,
como si su tierra muerta
se me sentara en las manos.

La noche se desmorone
en las altas piedras de la duna

que es mi mano y baje el desierto
a mis ojos para que lo revierta,
lluvia de mirada intensa.

Conmigo baile el coyote de niebla
y bailen los árboles corroídos
por la misma sed que nos aguanta.

Por donde vaya bailando, las huellas
queden, travieso niño de dos años.

Vaya enhuellando tu cuerpo, tierra,
con caricia tejida de tamarindo y palma.

Vaya enhuellando tu piel con afán
de abeja.  Con picazón de avispa.
Con cincel de pluma en vuelo.

Enhuellándote
con el tacto nochebundo
de un cenzontle alucinado.

Tierra, de ti enhuellándome
en los visos de la gema
que imagino es tu memoria.

Cuando la luna se asome
por el huequito en el árbol,
salgan en desbandada

todas sus raíces secas,
que beban hasta ahogarse,
enmohezcan, se hagan tierra.

Los huesos del alba se siembren
en la hojalata sanguinolenta de la noche
y que los ojos nos brillen
incendios en el bosque.

A las dunas de mi mano suba
el hueso de la lengua a francotirar
una lluvia de sílabas escabrosas.

Que la laja labrada en mis manos
lea caminos de barro.
Degüelle mis pasos lerdos.
Aloje mis cantos pétreos.

El conjuro ruede fértil,
siembre árboles de página
en mis manos de alcanfor.

Después de los conjuros,
mi cuerpo guirnalda colgada,
en el cuello de un gitano morenaclaro,
mapalee las tamboras,

pie contra arena, los guainos,
palmas contra caderas, las congas,
cabeza de bailaor y flamenco palmoteo
en el talle de la noche.

Que la tinta se dispare,
orgasmo enflautado de almizcle.

Que me enhuelle la vida
en su andrógino animal!


AUSENCIA DE LUNA

El sinsonte amenaza
el lenguaje de la noche.

El sinsonte se arrebata
en su siniestro regurgitar
y en las quenas de su gaznate
pivotean velas de cuerdas que resuenan
con vientos tropicales
para tergiversar el nombre de las cosas.

Mockingbird. Mockingbird.
El sin-son-te desvela con su insistencia
hasta que el sueño te recobra
la piel en hilachas.

Tu loca voz un saco flácido que se repite
en su descascare, en su culebreo.

Con la insistencia de un amor mercenario,
esta lombriz en la garganta del sinsonte
se hace réplica de gusano funerario.

En cada nota prueba la rugosa muerte.

El sinsonte se pega de tu garganta
y la usa como a un calcetín de cartero.

Repite    repite    repite.
Paso a paso se queda perplejo
con sus articuladas palabras.

Este sinsonte es mediodía
asaltando tu sueño. Este sin-son-te
es tránsfuga que trafica con tu noche.

La noche se queda quieta
y boquiabierta en su oscura mesura.

Se queda fija la noche, arrodillada
en su propia mantarraya.

Vuelca su tinta que escribe penumbra
entre sombras y rincón cenizo
sobre un clamor mudo que delata
ausencia de luna.  El sinsonte
se empecina con su máscara de grillo.

Ahora es un cricket lo que delata
los movimientos nocturnos.

El grillo con sus grilletes labiales
esgrima con la bruma.  De pronto,
pierdes el nombre de las cosas
y todo vuelve a un estado disoluto.

Por tergiversar el nombre de las cosas,
los objetos saltan a la vista
cobrándote un nombre.
La mesa no es mesa.  Es table.

El joyero de estrellas tampoco es noche,
o sí?  La repisa es depositaria perenne
del polvo que cae sobre las otras cosas
y ya no es polvo.
      Es dust.

Aprendes que el sinsonte
                               es un imitador.

Sinsonte o mockingbird?
Mockingbird. Mockingbird.

Asimilas que cricket
                               no es cenzontle,
grillo no es night.  

Se tergiversa tu lengua
y te duele el nombre de las cosas
cuando la noche en celo
se instala
                   en tu garganta a lo sinsonte.


CLEPSIDRA EN FLAUTA

Si con la mirada bajo párpados
naufragamos abismo en los zapatos
para eludir el proyectil de otros ojos.

Si jugamos
al ensimismamiento de aprender.

Si esto aquí se llama
el borrón de la nostalgia,
papel que desdice
un fabulario para nadie.

Si más allá la hormiga de tu esperanza
con un edificio a cuestas
o si aquello en la esquina
incisivo y peligroso es plástico basura.

Sea lo que llegue afilado
por el reverso de tu oído,
la onda sonora de tu boca;
retumbante y cadencioso,
dedos contra conga.

Esa O, tu labio soplón
contra orificio en caña,
lo que tu insistente nombrar
piense flauta.

Aciértanos y atraviésanos
clepsidra instalada en la lluvia,

dueña de las músicas viscerales,
hasta lo que gesticula
con húmedas manecillas
que a un sólo compás se abran,
no se atasquen, no se cierren.

Si suspendemos la intuición
en una bitácora.  Si nos sorprende
la lengua madre con una vertiente
de sangre que nos segrega.

Si el péndulo de su pecho
nos amarra entre compás y señal
a su cortejo fulminante.

Madre al fin,
pobladora de partos y dolores.

Si nos sorprende de nuevo y nos dice:
No hay mal que dure ni cuerpo”.

No nos forremos de la piel escamosa
de las lombrices ni vengamos
de la tierra a merodear la extrañeza.

Si jugamos a agruparnos
por variedades y colores, transmigremos
cuerpo tierra adentro.

Que si es cobrizo y seco, venga
de los internos desiertos.

Fluido y ufano se meza
desde los interiores ríos.

Que si verde y fangoso,
sea anaconda del viento.

Si así nacemos,
desterrados nos desprendamos
con toda la esencia fatigada,
de nuestras propias aguas.

Nos dejemos ir esporádicos.
Nos dejemos carcomer

por una deliciosa complicidad,
hasta que lleguemos de regreso

a morar en la hormigueante
y reseca momificación
de la sal entre las tumbas.

Clepsidra arráncanos del tiempo.

De respiro enmohecido entiérranos
en el fuego con un ánfora de viento.

Enciéndenos el cuerpo
en tu ensalzada cumbia
de jazz ardiente.

Por nuestro cadáver en llamas
en tu conjuro de arcilla, danos
una pluma de cóndor con el tizne
de nuestras cenizas en la punta.

En trueque por tu péndulo de luna
en la laja de nuestras palmas
para que haga buril
con nuestros huesos,
danos una tajada de tu árbol,
holgada e interminable para codificar.

Si ahogados en una inmensa idea
que pretende esclarecer el mundo,
seguimos para destrozarnos,
en hambrienta ingratitud…

Clepsidra si a deshoras te leemos,
si no te reconocemos; no dejes
que ningún fuego filudo nos desaparezca.
Inunda de milenios nuestra mano.

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